En septiembre de 2010 me case y de entre todos los detalles que tuvieron familiares y amigos para celebrar un paso tan importante en mi vida, mis padres me regalaron un viaje a Nueva York. Caminar por las calles de Manhattan seguramente sea la experiencia más increíble que pueda vivir y, sabiendo de mi pasión por el fútbol, puede que junto a Seattle o Los Ángeles sea la ciudad de los Estados Unidos donde con más interés se siga ya no sólo el fútbol local sino también lo que pasa más allá de sus fronteras.
Unas semanas antes España había ganado el Mundial, por lo que el fútbol español no podía estar 'más de moda', algo de lo que en la Gran Manzana entienden un buen rato.
Uno de los 'defectos' que tuvo aquella selección es que desde su armonía grupal costó sacar una individualidad que sirviese de líder. Las paradas de Casillas pesaron tanto como la consistencia de Ramos - Piqué, el tempo de Xavi, el desequilibrio de Iniesta o los goles de Villa. Defecto o no, lo cierto es que esto pluralizó y acercó mucho entre los aficionados la victoria española en Sudáfrica.
Pero volviendo a Nueva York, me resultó curioso que entre los neoyorkinos con los que hablé algo de fútbol, tan pronto conocían de mi origen, me comenzaban a hablar de David Villa. El delantero asturiano, un clásico de nuestra Liga y al que ya definí como 'el 9 del Siglo XII' parecía, con sus goles, haber acaparado el protagonismo entre los aficionados americanos. Quizás sea un análisis muy superficial por mi parte, pero en el país donde en el deporte profesional el autor de la jugada decisiva pesa más a todos los niveles que el equipo, parecía cobrar sentido la devoción que procesaban por Villa.
Unos días antes de la disputa del Mundial, todo hay que decirlo, Villa había firmado por el Barcelona, dándole a su carrera el empujón económico-comercial necesario para que los ascensoristas del Empire State le conocieran. Un traspaso millonario que precedió a su buen Mundial y a una primera temporada en el Barcelona que se cerró con un doblete de Liga y Champions.
Hace unas horas David Villa se despedía del Atlético de Madrid. Salió en esa dirección por la puerta de atrás desde el Barcelona y desconozco si con ello de los debates futboleros habituales entre los neoyorquinos aficionados al soccer. Habrá que ver si con su inminente arribo a la Ciudad de los Rascacielos su fama se reactiva y, lo que es más importante, la mantiene con los goles que pueda hacer en la nueva franquicia de la ciudad.
Villa se merece una aventura de este tipo. Ha demostrado ser un goleador altamente competitivo, poco egoísta y de un talento e instinto que le han llevado a ser el máximo goleador histórico de la selección española, quien sabe si, sabedor de que va a salir de aristocracia europea, no planee una despedida final en este Mundial aprovechando el reparto de responsabilidades ofensivas que vivirá en esta España con dos nueves que conoce bien como lo son Costa y Torres.
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