Lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente existe, eso es todo. (Oscar Wilde)
Claudio Ranieri (Roma, 1951) fue siempre más estoico que hedonista. Quizá fuese el ad astra per aspera que inspiró buena parte de los logros del Imperio Romano el que marcó su planteamiento como director técnico. Quizá fuese iniciarse en esto de entrenar ganando la Serie C1 con el Cagliari y la Serie B con la Fiore. Quizá fuese su condición de técnico en ocasiones apagafuegos. Quizá lo limitado de sus plantillas, siempre confeccionadas con pinzas y retales. Quizá el estrés continuado de depender del estado de ánimo de directivas de personalidad tan límite como las de Valencia, Atlético de Madrid, Chelsea o Inter. Quizá ser el elegido para comandar proyectos tan fallidos como el de una Juve o un Monaco que necesitaban volver a primera división tras oscuros episodios de descenso. Quizá un currículum tan parco en títulos como sólido en el tiempo. Sí, seguramente fuera toda esa mezcolanza de avatares del destino la que haya forjado la personalidad del último entrenador del año según la FIFA. El colofón fílmico a la última historia épica del deporte mundial.
Sabiendo sufrir se sufre menos. (Anatole France)
Decía Gaizka Mendieta en una entrevista recién retirado que prácticamente no disfrutó del fútbol como juego hasta casi el fin de su carrera, ya regalando sus últimos coletazos de rubio genial en el Riverside Stadium de Middlesbrough. Buena parte de su sufrimiento llevaba la firma de Claudio, un entrenador que hizo explotar a uno de los mejores centrocampistas españoles de la historia… haciéndolo jugar de lateral izquierdo. Así, partiendo de esa posición de carrilero en una línea de cinco defensas, el vasco metió el mejor gol de su carrera y logró su único gran título como futbolista, la Copa del Rey de 1999. Por cierto, el último trofeo que Ranieri poseía hasta hace unos meses. Mendieta nunca estuvo tan a gusto sufriendo como aquella temporada, fuera de su sitio natural. Y, curiosamente, nunca tuvo tanto brillo como en mitad de aquel lodo.
Es un gran error creerse más de lo que uno es, o menos de lo que uno vale. (Goethe)
La cuestión es que, por cuestiones inmateriales y difícilmente plasmables en papel, Claudio Ranieri es el Leicester y el Leicester es Claudio Ranieri. Miren sus respectivas hojas de servicio. Sufrimientos, caídas, actos de levantamiento sin heroicidades. Pragmatismo estajanovista. Poco brillo y mucho sacrificio. Hostias en la boca, sangre en los dientes y pocos buenos dentistas a la vista. El valor que uno se da a si mismo. En un momento histórico sin conciencia de clase, el trabajador puede seguir en los dos polos opuestos de la ilusión más líquida, bien pensando lo que haría si fuera su jefe, bien pensando lo que la masa de trabajadores debería hacer para que el mundo fuese una utopía socialista. En ambos casos, la confusión está servida y por ello el avance es imposible. La única opción es saberse mercenario y valorar la propia capacidad de trabajo. Ranieri siempre prometió lo que podía llegar a dar en cada club en el que fue contratado. Nunca fue un personaje mediático, más allá de su simpatía conjugada con ocasional causticidad, como cuando recibió con un “Buenas, tiburones: bienvenidos al funeral” a los periodistas en la rueda de prensa previa a la eliminación del Chelsea en la Champions de 2004. Incluso ahí sabía lo que iba a pasar. No engañó a nadie.
El trabajo en equipo es esencial; te permite echarle la culpa a otro. (Anónimo)
En 2014, Riyad Mahrez parecía un futbolista condenado a repetir la historia que tantos otros han versado. Futbolista de origen humilde, con capacidades que podría no explotar nunca de manera regular. Uno de esos que una vez deslumbra y diez te saca de quicio. Jamie Vardy no dejaba de ser uno de esos chavs ilustrativos de la obra de Owen Jones. Kasper Schmeichel era otro de esos hijo-de-leyenda teñidos de gris. Robert Huth podría haber sido un central de primer nivel pero nunca encontró acomodo en Stamford Bridge. Con ellos, el Leicester había estado nada menos que trece jornadas seguidas sin ganar un partido en la temporada 2014/2015. Un equipo que no era equipo. Un cuerpo sin alma. Un grupo condenado a sufrir por sus carencias. Seguramente, por las mismas que un año después serían virtud.
Plantearse los menos problemas posibles es la única manera de resolverlos. (Jean Cocteau)
Ranieri desembarcó en el King Power Stadium después de que Nigel Pearson salvase al equipo del descenso sumando siete victorias y un empate en los últimos diez partidos del curso anterior. Nadie sumó más en tan poco tiempo aquel año. Un incidente sexual con componente racista y su grabación en vídeo –ese signo de enfermedad mental generalizada que caracteriza estos tiempos- por parte del hijo de Pearson, jugador de la plantilla, desembocaron en el desenlace esperado. Nadie entendió la contratación de Ranieri, ni tan siquiera Gary Lineker. El mismo que tuvo que presentar el primer programa deportivo de la nueva temporada en calzones tras perder la apuesta sobre la victoria del Leicester en Premier. La cuestión es que Ranieri desembarcó en el equipo y retocó bastante poco. Como había hecho tantas otras veces a lo largo de su carrera, se dedicó a hacer un trabajo de construcción a partir de los materiales preexistentes, acercándose más a lo ingenieril que a lo arquitectónico. Reducir errores. Construir un edificio feo pero sólido. Cuando compramos una casa, no nos importa la fachada sino las vistas. Y Claudio entendió que la calma era una bonita perspectiva. Y diseñó un equipo para no sufrir en la clasificación. Para ello decidió sufrir en el campo solucionando problemas antes de tenerlos en frente. Pidió a una roca del Caen, un jugador parecido al Makélélé que había entrenado en Stamford Bridge. Pagó 8 millones de euros por un desconocido. Y esa mole solucionó muchos problemas de raíz. Se llamaba N’Golo Kanté. Por detrás de él, obreros. Por delante, un campo abierto para destrozar al rival con la pólvora que había y que tuvo que secar antes de usar.
Por lo menos una vez al año todo el mundo es un genio. (Lichtenberg)
Cuando el Leicester acabó segundo la primera vuelta de la Premier, empatado a puntos con el Arsenal y sin haber bajado del octavo puesto en diecinueve jornadas, muchos pensaron que acabaría desinflándose. Sorprendía que un equipo con poca profundidad efectiva de banquillo, y cuyo fichaje más caro había sido un mediocentro defensivo, aguantase tanto. Pero lo hacía. La opinión pública recelaba del aguante de un equipo capaz de meter cuatro goles en Anfield, que tenía a un Jamie Vardy en vena y que era el equipo que mayor cantidad de duelos individuales ganaba en la porfía del balón. Era una cuestión de bricolaje táctico, algo inminentemente caduco, decían. Pero Ranieri se sobrepuso a su apodo en las Islas (The Tinkerman, algo así como “el Remiendos”). Destrozó al City en su propia casa y su delantero estrella, un exdelincuente juvenil fichado a precio de saldo, hilaba once partidos seguidos marcando. Mientras tanto, el desconocido mediocentro de los ocho millones de euros era ya un titán de ébano y su interior izquierdo, el francés que se empeñaba en jugar con Argelia, era el mejor lanzador de contraataques de toda la Premier. Y sí, muchos en Europa nos empezábamos a emocionar ante la evidencia de estar viviendo algo único.
Los deleites duran mucho menos que su recuerdo (Gerald Barry)
Fue John Carlin quien definió al Leicester como un cometa. Algo que pasa muy de vez en cuando, que deja una estela en el firmamento que se puede trazar durante cierto tiempo pero que, lamentablemente, acaba desapareciendo en el vacío para volver al cabo de una eternidad. Cada generación ve acaso uno de ellos, y a mí personalmente el Halley me cogió con cuatro años, y por supuesto ni lo vi ni me acordaría. Tengo claro que Carlin tenía razón. Imagino que Ranieri también lo tiene claro, seguramente por eso y no por otra cosa estaba viendo a su madre en Italia mientras los foxes consagraban la gesta en uno de esos absurdos fallos de programación (¿cómo demonios gana el Leicester la Premier viendo la jornada por la tele?). Conociendo al personaje, imagino que no quiso alterar su rutina mientras él se la alteraba al planeta fútbol, fijando un hito de difícil comparación en el deporte profesional. Creando eternidad, por seguir con los símiles astronómicos, como un agujero blanco, esa maravillosa hipótesis de ciencia-ficción que regala materia en un milisegundo.
Yo no me encuentro a mí mismo cuando más me busco. Me encuentro por sorpresa cuando menos lo espero. (Montaigne)
No creo que Ranieri se retire con más títulos mayores. No me imagino a su Leicester, de hecho, clasificado para Champions League muchas más veces hasta su próximo descenso a la Championship. Quizá la segunda competición europea los acoja próximamente. Quizás alguna Carling, quizás alguna FA Cup. Creo que ese pensamiento lo tiene mucha gente en el mundo del fútbol. Ranieri incluido. No es un pensamiento, sino más bien una certeza. Aunque también lo eran otras cosas, como que la Tierra era plana o que el Leicester iba a bajar en 2015. Las certezas de hoy son la soberbia de mañana. Eso se descubre con el tiempo, se lo encuentra uno al abrir la nevera de los recuerdos y te golpea con ese olor hiriente de la comida pasada. Del mismo modo, frente al espejo del tiempo, Claudio Ranieri se encontró a si mismo casi al final de su carrera. Vio heridas, una cara marcada, unas manos secas, unos ojos cansados. Y, reflejada en ellos, como un detalle escondido en una foto que solo es corriente en apariencia, el prístino brillo del trofeo de liga más épico, inesperado y alentador que se recuerda en el fútbol moderno. El mismo que nos recuerda que, en ocasiones, lo sublime y lo heroico se dan de la mano para escupir en la cara a lo esperable y gris. Ranieri se encontró frente al mundo, al fin.
Texto ideado y ejecutado por JM Martín (escritor, músico, docente y futbolero). Colaboró en el blog entre 2009 y 2010