La importancia de la definición en algo tan cuadriculado como las libretas residentes en algunos cerebros de entrenadores maltrata el fútbol arte, ese que cambia la historia del deporte para bien, pero con un poco de suerte el tiempo acaba dando la razón a la distinción de la que hacen gala los jugadores diferentes. No hace falta que nos vayamos a ese islote de rigideces tácticas que es el Calcio para comprobar como el problema de la indefinición posicional se ha convertido históricamente en un problema. Con la llegada de Louis Van Gaal, el Barça perdió a uno de los mejores pasadores de la historia de la liga por no ser un mediapunta rápido de piernas ni un tapón de medio campo. Al contrario, Ivan de la Peña fue juzgado por ser un futbolista de rapidez media-baja, de piernas gordas, en lugar de ponderar que el centro de operaciones consta de circuitería extra que le hace ser un punto más listo que el primero de la clase. De la Peña requirió de entrenadores que sólo saben ver fútbol, y no posiciones definidas, como el bueno de Ernesto Valverde.
Confinado a esa indefinición que saca de sus casillas a los retrógrados de la ortodoxia futbolística, Wesley Sneijder vive desorientado en el Madrid, en el limbo de los organizadores que no tienen que correr para robar balones porque se sitúan bien en la linea de pase, en ese espacio en el que habitan los mediapuntas que juegan atrasados, como bien supo hacer Deco en su etapa culé. Y en medio de una vorágine de precios alcistas motivada por el mismo club que hace una semana se quería deshacer de él, Pellegrini acaba de razonar con meridiana claridad: la clase, la visión de juego, la peligrosidad ofensiva y el equilibrio que te hace tocar cuando hay que tocar y que hay que abrir cuando es necesario, están por encima de cuadrículas. Wesley Sneijder puede ser el mediocentro que haga encajar el caro puzzle de los de Chamartín.
Quizás el holandés de disparo terrorífico y centro de gravedad a ras de césped acabe gozando en el Bernabéu del reconocimiento que Andrea Pirlo sigue despertando en clubs que quieren construir su proyecto alrededor del pequeño italiano, como Chelsea o Atlético. Quizás deambule en el infortunio de los genios de la construcción incomprendidos hasta encontrar su Espanyol particular y nos deje la sensación, como Lo Pelat, de que pudo ser mucho más importante de lo que fue. O quizás acabe en alguna de esas -a veces- mal llamadas ligas menores en las que en alguna ocasión un cerebro táctico privilegiado juzga al futbolista indefinido por su velocidad neuronal y no por ser un estereotipo futbolístico perteneciente a los manuales más rancios del planeta fútbol. Manuales que, por desgracia, se pasean demasiado por el fútbol de élite, capando a futbolistas de innegable condición y privando al público de gozar de una versión mucho más natural del juego, hasta que a los tradicionales ricos de los clubs más pudientes les da por pescar a ese futbolista tan atípico que destaca en un equipo de segundo nivel para que siga escribiendo, con letras muy aseadas, la historia de la evolución de un juego que pasó de ser una simulación incruenta de la guerra para pasar a ser el entretenimiento más simbólico y estratégico de occidente.